Fotografía post-mórtem victoriana: ver la muerte a los ojos
En la época victoriana fue usual la un tanto extraña costumbre de fotografiar personas muertas —niños, adultos, ancianos—, revelando la inesperada belleza de los difuntos.
La muerte, en el universo occidental que
vivimos, está oculta dentro de cajas metálicas y rectangulares, o bajo
sábanas blancas que cubren el rostro de los cuerpos sin vida. Es algo
que por lo general no vemos o intentamos no ver. Pero en la Inglaterra
victoriana, periodo que comprendió la mayor parte del siglo XIX, la
muerte estaba presente de muchas y muy particulares maneras. Los
rituales que la rodeaban y las convenciones y reglas en torno al luto
eran muy específicas. La fotografía post-mortem de esta época,
hecha para conservar en la memoria los rostros y cuerpos de quienes
dejaban este mundo, capturó una esencia casi inaudita (y extrañamente
bella) de contemplar la muerte.
En la era victoriana, la edad promedio
de muerte de un hombre de clase media o alta era de 44 años; 57 de cada
100 niños nacidos dentro de la clase trabajadora fallecían antes cumplir
cinco años. Los cadáveres, los funerales y todo lo que rodeaba la
muerte de una persona era parte de la vida diaria de una manera que en
la actualidad no es fácil concebir. Así, las escenas y las palabras
dichas en el lecho de muerte eran de gran importancia; las familias
enteras se reunían alrededor del moribundo para escuchar sus últimas
palabras y verlo respirar por última vez. Existía, finalmente, una
obsesión casi fanática por la defunción; se veía y se vivía muy de
cerca. Incluso, a manera de reliquia, era común hacer joyería con
cabellos de personas difuntas. En este mundo, el luto era un ritual con
reglas muy específicas.
La reina Victoria, por ejemplo, guardó
luto a su esposo Alberto durante 40 años y mantuvo las habitaciones de
su consorte como éste las había dejado antes de morir. Siguiendo la
tradición Real, una mujer común debía guardar luto durante dos años y
medio, por lo menos, y no podía socializar en los primeros 28 meses.
Debía utilizar vestidos de telas y colores específicos, al grado que el
tono de su ropa podía indicar cuántos años llevaba de viuda.
Este siglo también vio el nacimiento y
la popularización de la fotografía. Con el institución del daguerrotipo
en 1839 (instrumento que reducía las horas de exposición necesarias para
hacer un retrato), la fotografía se extendió por el mundo, volviéndose
más barata que mandar a hacer un retrato pintado.
Así, la fijación victoriana con la
muerte conoció al joven arte de la fotografía, y los retratos de gente
muerta terminaron siendo, entre otras cosas, una variante del Memento mori (en latín “recuerda que morirás”, simbolismos gráficos de la temporalidad de la vida humana).
Vistas cuidadosamente, las fotografías post-mortem
de esta época causan un temor esencial. Su extravagancia reside en que,
por lo general, eran retratos tomados en interiores, adornados con
flores o decorados con muebles, al igual que una fotografía común. Pero
tienen algo extraño… Y ese algo está en la expresión de los semblantes
muertos fotografiados como si estuvieran vivos. Los bebés, por ejemplo,
eran retratados en sus cunas, haciendo parecer que estaban dormidos; los
niños frecuentemente aparecían rodeados de sus juguetes favoritos.
Incluso existen algunas tomadas en grupo, y los miembros vivos de la
familia (los otros) aparecen rodeando al cadáver del familiar difunto.
Basta con observar detenidamente el
rostro y la mirada de los cadáveres en las fotografías (en ocasiones
intervenidas con pintura en los ojos, en los párpados o con rubor en las
mejillas) para sentir algo que oscila entre el morbo, la curiosidad y
el miedo. Pero en un segundo acercamiento, las imágenes post-mortem
victorianas tienen una estética propia, cuidada y especial. Hay algo
bello en los muertos retratados y en el esmero del que los retrata. No
podemos olvidar la extensa tradición gótica y la fascinación por los
fantasmas que siempre ha permeado la cultura inglesa, y ello es quizá
una manera de explicar la obsesión fetichista y la fijación que, sin
duda, puede ser vista como inquietante y a la vez bella.
Esta expresión artística refleja algunas
de las cuestiones más esenciales de la naturaleza humana (como la
necesidad de conservar en la memoria a quienes amamos, sus gestos, sus
cuerpos) en un afán de inmortalizar gráficamente, como lo pretende
también la escritura, lo efímero de nuestro paso por el mundo.
Las manos de los cadáveres, acomodadas
suavemente en sus regazos, denotan un deseo de permanencia en un mundo
en el que nada permanece y son también una manera especialmente
excéntrica y, valga decirlo de nuevo, bella de vivir la muerte y de
verla a los ojos.
fuente :pijama surf
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